Los mardus del desierto occidental australiano mantuvieron su forma de vida tradicional hasta bien entrado el siglo XX.

Su nombre significa –gente- y constituyen un pueblo caza-recolector, que vive en pequeños grupos, trasladándose constantemente para aprovechar los recursos del desierto.

Las condiciones climáticas han hecho que los mardus desarrollasen enormes dosis de paciencia. La caza supone horas de espera tras los arbustos, que no siempre dan fruto. Las mujeres se encargan de recoger frutos silvestres y plantas.

Los mardus creen en poderosos seres sobrenaturales y esta creencia impregna todas las actividades de su vida diaria. De hecho, hasta los utensilios de caza y recolección les han sido entregados por estos seres. Asimismo, debido a su mitología, los hombres se sometían a la circuncisión, y debían volver siempre al territorio de su padre y abuelo,, para cuidar la tierra y a sus espíritus.

Con la llegada de los europeos, los mardus fueron desplazados de su territorio y sometidos a control administrativo. A finales de los sesenta más de 300 mardus se hallaban asentados en la población de Wiluna, en la reserva, misión o alguna instalación pastoril.

La vida de estos aborígenes estuvo sumida en la precariedad absoluta, sus hijos eran obligados a ir a la escuela, lo que implicaba la separación total de sus padres y la supervisión de los blancos.

Los misioneros minaron profundamente las creencias religiosas de los mardus, prohibidas a los niños, al igual que los ritos, pinturas y tradiciones. Fuera de la misión, los mardus eran sometidos al toque de queda, a la vez que despreciados por los blancos e inducidos a la marginalidad.

Los mardus lucharon por la igualdad y efectuaban sus rituales en la clandestinidad.

En 1967 se aprobó en Australia un referéndum que otorgaba al gobierno la capacidad para legislar en nombre de los aborígenes. El resultado ha sido una política que promueve la autodeterminación y autogestión de los nativos australianos.